Hoy debe ser un día especial. Lo sé desde el momento que he visto que María se pone su delantal limpio, elige un disco, le da al play y, mientras suenan las primeras notas de guitarra de Fragile, comienza a sacar del frigorífico la leche, del segundo estante el azúcar, los sobres de cuajada, la nata y… ¡si!, las tabletas de chocolate. Tarta de 3 chocolates. Decididamente, es mi preferida. No sé cómo, pero mantengo vagamente el recuerdo de aquel día que la probamos en casa de aquella mujer que vivía cerca de la montaña… No puedo recordar su nombre pero sí que era finales de octubre, cuando el otoño nos regala una de sus mejores postales, con los árboles cada vez más desnudos y las hojas caídas formando esa sorprendente alfombra que nos invita a salir a la calle por última vez antes de que el frio del invierno nos convenza de quedarnos en casa calentitos, tapados por una cálida manta y saboreando una taza de chocolate caliente, mientras suenan los compases de Shape of my heart.
… Ya pasó Navidad, con su turrón de chocolate y esa caja de bombones que siempre aparece en la mesa el día de Nochebuena y que, a duras penas, llega al día siguiente con alguna pieza todavía dentro. Pasaron muchos días de mantita y taza de chocolate. Luego llegó la primavera, y volvimos a salir al parque, a pasear, a oler el perfume de las flores y a escuchar la algarabía de los niños encorriéndose, disfrutando de la maravillosa libertad de encontrarse sin paredes ni puertas cerradas. Algún día llovió y nos quedamos en casa. Me gusta quedarme en casa y dejarme atrapar por algún recuerdo de mi niñez, como cuando pedía para merendar un poco de pan con chocolate… y entonces María me trae una porción de chocolate con una rebanada de pan.
Hace calor. Puede que ya sea mayo, o junio, o julio… Empieza a llegar gente a casa. No me resultan desconocidos, pero… no consigo recordar cómo se llaman ni quiénes son. Todos se acercan, me achuchan, me dan uno, dos o un montón de besos en la cara y me dicen: “Felicidades Julieta”, “Felicidades mamá”, “Felicidades abuelita”… Durante la comida todos hablan, yo no. No se me ocurre nada que decir. Apenas necesito ya nada, si acaso, que traigan pronto la tarta de chocolate.
A veces nos asaltan los fantasmas del futuro. A los que vivimos de alguna manera familiarizados con la enfermedad del alzhéimer nos da por imaginar que algún día puede que nosotros mismos estemos en la misma situación en la que ahora se encuentra esa persona querida y cercana. Porque para entender, cuidar y acompañar a estos enfermos hay que echarle mucha imaginación. Desde el momento que esa persona va dejando poco a poco de ser la que era, desde el momento que resulta imposible entender lo que te trata de explicar, desde el momento que empieza a hacer cosas que nunca imaginaste que llegara a poder hacer, hay que tener mucha imaginación para tratar de descifrar algo de lo que pasa por ese cerebro neurológicamente devastado. El alzhéimer, sencillamente, te va despojando no sólo de la memoria de tu día a día, si no también de casi todas tus habilidades, sociales y personales. Tras observar a mi suegro todos estos años, a mí me gusta imaginar que, con esta enfermedad, lo último que se pierde son esos pequeños placeres primarios y sensoriales, como el frío o el calor, el olor de un paseo por caminos de lavanda o hierbabuena, una canción, el canto de un pájaro o el sonido de las hojas secas al pisar, el tacto suave de una pequeña caricia o sabores intensos como el del chocolate.
El relato del principio lo escribí hace unos años. Me apetecía recuperarlo para este blog y para hoy, especialmente, día mundial del alzhéimer. Confieso que le he dado unas cuantas vueltas hasta dejarlo como lo acabáis de leer. Espero, de alguna manera, contribuir a visibilizar un poquito más a estos enfermos y a sus cuidadores.